miércoles, 22 de septiembre de 2010

El columpio, capítulo tres. Extracto.


Recuerdo un profesor de instituto, de literatura. Solía admitir que la inutilidad de su asignatura, la falta de pragmatismo en su contenido y las pocas salidas que esta ofertaba era justamente lo que la hacían tan bella. Un día dibujó un columpio en la pizarra. Bien, dijo, esto, es la vida. Observamos perplejos. Continuó explicando que caemos en el error de pensar que somos el motor de la nuestra, pues es quien empuja el mecanismo al que debemos agradecer que el movimiento siga. Habló de las caídas y de cómo las pequeñas piedrecitas se clavaban en las rodillas, según aquel hombre, los niños eran más tontos desde que se instalaban los suelos de caucho en los parques infantiles. Nos levantábamos y caíamos hasta ensuciar el camal de los pantalones y, cuando acababa la infancia, lográbamos situarnos de pie en el neumático y tratábamos de dar una vuelta completa. La vida era ser empujado hasta que se tenía edad para empujar

El columpio. Capítulo 2.


Julie es patosa, cursi y tremendamente deliciosa. Es ese tipo de personas que compra en la teletienda y escucha las penurias de los clientes desde el mostrador. Se queja de tener un culo demasiado pequeño y adora seducir a hombres casados, “pero sin hijos, eh”, suele decir. Es delgada, raquítica, despistada. Los huesos se le marcan por todo el cuerpo, sus manos son finas y arrugadas. Se pasa el día comiendo unos yogures asquerosos, tapándose la nariz y engullendo con prisa. Dice que son sanos y que así vivirá más tiempo que nadie. Porque a Julie la idea de morirse le aterra y le desconcierta. Por eso odia los calendarios, relojes y todo lo que pueda indicarle que el tiempo pasa. Y, también por eso, corre de un lado a otro, pasando por las estanterías con sus dedos feos y esas piernecitas de gallina, así dice ir más rápido que las agujas. Piensa que va a llegar un día en que se rompa en cien pedacitos y lo peor es que está convencida de que no habrá nadie dispuesto a recomponerla. Tiene grandes planes de renovación para la librería, ella colocaría dos grandes cortinas granates, de lado a lado, y unos muñequitos horteras que dieran los buenos días. Está enamorada del señor Broussard, un hombre mayor, francés, adinerado, educado, modesto… y casado. Broussard compra siete libros cada semana. Llega puntual cada mañana, se afloja la corbata y señala en dirección al libro que desea. Entonces Julie comienza a sudar y sonríe como una idiota, ¿Es con b, no? ¿Dos eses? ¿Conoce usted Gourdon? Pues vaya. Después llega María. Pero María solo viene a charlar. Habla de dietas milagro y me recomienda un par, Abril, ¿Conoces los beneficios de la soja? María es ñoña y dulzona. Regordeta, se sonroja cuando da la hora y siempre lo hace al revés, las 35 y 7, acaba de contestarle a un cliente. Y sonríe. Habla de las pocas virtudes de su marido, de sus muchos defectos y de sus planes de futuro en un país lejano al que nunca ha puesto nombre. La librería es pequeña, coqueta, huele a perfume de coco y lasaña precocinada quemándose en la trastienda. Los lunes son más fáciles con tertulias baratas y cotilleos con sarna. Y el resto de la semana puede sobrellevarse con la angustia de Julie, su histeria y ataques de frenesí frenados por una paciente María que habla de sus muslos y precio de las empanadillas. Aquí nadie tiene idea de nada, asegura, pero eso es lo que precisamente nos capacita para hablar de todo. Y más tarde ambas se ahogan entre proverbios y frases populares que enlazan y se ríen: Abril se ha vuelto loca de escucharnos, Abril se ha vuelto loca del todo. Mi padre solía decir que los fracasos son excelentes oportunidades. Mi madre apuntaba que mi padre era iluso, soñador y fanfarrón. Julie cuenta las calorías de un bote de tomate y las apunta en una libretita fucsia.
Los champiñones son indispensables en cualquier mediodía que se precie, señala Broussard.
- Sabes, Abril, mira que vengo aquí…y nunca encuentro la novela que quiero leer
- ¿Y cuál es?
- La suya, señorita, la suya…