sábado, 17 de noviembre de 2012

Noche.



Otra vez, tú. Pasa el día como para quien espera sentado la llegada de la melancolía y te encuentro. Te tengo siempre, en tus dosis, pero siempre. La única que no falló nunca a su cita, tú. Qué insensatos quienes te repudian y eluden la belleza de tu presencia. Aquí, contigo, puedo ser. En la oscuridad, en el silencio, se escucha el eco del pensamiento y las palabras saben más puras. Todo cuanto bañas se torna una calma infinita. Otra vez, y como cada día, la antesala de la rutina y la luz que duele en los ojos. Otra vez y como siempre, llegas tú, noche, y te ansío eterna.

martes, 6 de noviembre de 2012

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Un escritor debe estar en plena armonía consigo mismo o destrozado en su interior.

 Las medias tintas no valen.

 Yo era de los segundos. 

Y en cada palabra arrastraba el corazón.

Jamás.

"Tú y yo. Hermosamente destartalados. Todo iba mal y era tan delicioso...que, de repente, dijimos: nunca, siempre, jamás debería...amarte".

domingo, 2 de septiembre de 2012

Incertidumbre.

Tu nombre, tu presencia. Me provocan incertidumbre.

Nadie sabe qué pudiera haber pasado si. Ese si, tan condicional, tan extraño, tan abstracto.

La incertidumbre es tan fuerte que tambalea la felicidad de la estabilidad. Y aunque nunca lo sabremos, siempre nos quedará eso. Estemos donde estemos.

La incertidumbre.


jueves, 31 de mayo de 2012

Ella.

Se sentó en su anticuado sillón. Su hija mayor había sugerido un centenar de veces la posibilidad de venderlo, su nieto había corroborado aquella decisión, argumentando que conocía una página de internet donde podría sacarle algún dinero extra con el que acompañar la mísera pensión. Pero a ella le gustaba su sillón. Era floreado y tenía las patas de madera apolillada. Desde aquel particular trono vigilaba cada mueble del salón, lleno de recuerdos que el resto deseaba subastar.

Acarició los desgastados reposabrazos y se detuvo a contemplar los marcos de fotos que invadían la consola. En el primero pudo verse a ella, sujetando con fuerza el brazo inmóvil de su marido. Era su cincuenta aniversario. Él llevaba veinte años postrado en la cama del dormitorio contiguo al comedor. Entre sus dos hijos mayores habían conseguido levantarle para vestirle con un traje que uno de ellos había llevado el día de su boda. La esmerada sonrisa de ella contrastaba con la mirada perdida de él. Sobre su pecho, habían colocado una flor blanca, que hacía juego con la sonda que le alimentaba y trataba de desviar la atención del cura, más acostumbrado a bautizos y comuniones en primavera. Le cuidó tanto que se olvidó de vivir. En invierno, solía quedarse dormida en una silla junto a su cama, revisando los pliegues del edredón y vigilando su respiración. Le encendía la radio, bajita, acercándosela a la oreja y creía vislumbrar una sonrisa entrecortada cuando el comentarista gritaba un gol del Real Madrid.

Había ocasiones en que, cuando subía al pequeño patio donde tendía la ropa, solía apoyar los brazos en el pequeño muro que le separaba de la calle. Era entonces cuando perdía la mirada en la nada e intentaba recordar cualquier detalle de los tiempos felices. A veces creía ser tan vieja que aceptaba haber olvidado cualquier pensamiento de entonces. Otras, se sorprendía a sí misma preguntándose si alguna vez llegó a vivir aquella época. Más tarde, bajaba las escaleras con dificultad, agarrándose a una oxidada barandilla metálica. Los peldaños se encontraban desgastados por el paso del tiempo y ella contaba las veces que pudo haberle dicho a su marido que debían cambiarlos. Cada crujir del antiguo metal hacía que se asiera con más fuerza de lo que tuviera cerca en aquel momento. En la oscuridad del patio trasero se descubría bajando temblorosa, abrazada a la escalera, calculando de memoria unos pasos parsimoniosos que podían ocuparle largos espacios de tiempo. No fueron pocas las veces en que alguna vecina cansada de soledad había llamado con insistencia a la puerta. Solían juntar su nariz contra el cristal mientras daban suaves golpes con los nudillos. Pero ella, nuestra pobre anciana, con sus setenta y cuatro kilos de dulzura consumida, no podía más que escuchar el llamar lejano de una estancia de la que le separaba aquella escalera de caracol. Voy, ya voy… se decía a sí misma, hasta acabar llenando de lágrimas los hundidos surcos de sus mejillas.

Sentía la inutilidad en la carne. Se esmeraba por cocinar algún plato que pudiera agradar a los pocos nietos que continuaban visitándola, había contratado a una chica extranjera para que los martes limpiara las esquinas donde ella ya no alcanzaba. Le timaba. Le timaba, aquella chica del norte, y ella lo sabía. Pero, si había algo que le gustaba del segundo día de la semana era poder sentarse en su estimado sillón a contemplar la juventud, la pillería y el comienzo de una vida que, pese a antojarse miserable, le parecía bella al carecer de arrugas. Se había acostumbrado tanto a la soledad que los ruidos cotidianos se volvían extraños cuando salía a caminar. Vestía holgados trajes negros y unos zapatos de pequeño tacón que contaban con más años que personas encontraba en la calle. Y la gente cuchicheaba, comentaba su pelo canoso y su luto eterno. En su ignorancia, paseaba la anciana de sonrisa perenne y ojos tristes.

Se palpa las manos mientras observa como unos vecinos dejan junto al contenedor un viejo sillón. Y decide entonces que no permitirá que el suyo corra la misma suerte, se quedará en él, abrazada a sus baratijas y antigüedades, a sus recuerdos, a la poca vida que pudo sentir y aun le queda. No me levantarán, grita para sus adentros… a no ser que él vuelva, claro, y decida que ha llegado el momento de reparar esa dichosa escalera...


jueves, 10 de mayo de 2012

Primera visita.

Mi primera visita al psicoanalista resultó más esperanzadora de lo que esperaba. Hasta los veinte minutos de consulta, aproximadamente, aún podían vislumbrarse en mis ojos los restos de un adoctrinamiento férreo contrario a la doctrina del Psicoanálisis. La consulta era amplia y espaciosa, decorada con más practicidad que estética, con un diván de tela blanquecina al fondo y una caja de pañuelos sobre su reposabrazos. Aquel hombre de mediana edad, que exhibía orgulloso su diploma por la Universidad de la Plata, debía haber sido testigo de las escenas más delirantes y trágicas que pudieran aparecer en los manuales de Psicopatología. Al otro extremo de la sala relucía un moderno ordenador que emitía un sonido reiterante que mezclaba el ruido de agua cayendo con el sonido que emitían los pájaros. Aquella música, cuya finalidad supuse era incitar a la tranquilidad, terminó por exasperarme y hacer que me revolviera en el sillón. Su acento lento y acompasado me inspiraba. Le expliqué que me recreaba en el vacío, en el nihilismo, que no lograba descubrir el sentido de todo. O de nada. Le confié que hasta aquella misma palabra me aterraba. En sus labios leí la comprensión que había ansiado durante un largo tiempo atrás. Le expliqué que concebía mi vida como una guerra sin bombas. Me sorprendí a mí misma empleando metáforas para describir mi vacío y mi angustia. Le hablaba de una muerte, una muerte lejana pero cuyo aliento notaba en mi espalda. Un miedo feroz, mezclado con las ansias del descanso y la armonía que ansiaba. Le hablé de mi educación, de mis colegios exquisitos, mis viajes por Europa y las expectativas marchitas. Le conté todo cuanto pude sobre mi pasión por la escritura, el arte, los libros y me retraté como una intelectual frustrada, ansiando que las dosis de fluoxetina me permitieran concentrarme en una o dos estrofas. Cuánto había sido, le explicaba, toda yo era un ir y venir que miraba la literatura con pasión y bebía de su inteligencia. Me sentía demacrada, cenando pastillas para dormir. El pobre hombre asentía y tomaba notas en un cuaderno que supuse no volvería a abrir nunca. ¿Quién es ese? – Le pregunté, señalando el retrato en sepia de un hombre, que había llamado mi atención nada más entrar. Él me respondió citando un nombre impronunciable y asegurando que aquel hombre se trataba de uno de los mayores exponentes del Psicoanálisis, que le había servido de una gran inspiración profesional y algo que no logré comprender. Yo sonreí y admití: ¡Y yo que iba a decirle que me sorprendía que hubiera aquí un retrato de Benedetti! Él no escondió una sonora carcajada y me miró como si, al final, hubiera encontrado cierto humanismo en la chica que soñaba con la nada. –Hasta el lunes, me dijo. Y su pausado acento argentino se esfumó tras la puerta.

lunes, 16 de abril de 2012

Idiota.

Pequeño y dulce idiota. Tu pecho asoma entre mis manos y te descubres al nuevo día entre los últimos suspiros de una noche interminable. En tu cabeza suenan versos de Benedetti al ritmo del violín. Dentro de mí todavía reina el caos, mi cuerpo fatigado se enrolla entre sábanas y arrumacos impronunciables.

Pequeño, pero tierno, idiota. Comenzando a crear la banda sonora de nuestra vida, imaginando corazones sobre el frío sudor de mi espalda. No pronuncies esas palabras o saldré volando de esta cama. Tú y tu poesía, tus planes caducos, tu cubertería a plazos, tus fotos de la mili anidando en mi salón. Te imagino en mi pecho dos veces por semana, admiro tu incipiente alopecia y te dejo adueñarte de mi almohada.

Siempre fui más de Baudelaire, te dejo, ingenuo, dormido, con una mueca feliz y los labios contra el colchón. Pequeña y dulce idiota, qué grande eres... me repito mientras desciendo la avenida, pero qué grande eres... (y qué sola estás).


miércoles, 11 de abril de 2012

¿Por qué?

¿Por qué siempre le pasaba a ella? ¿Por qué nunca podría ser una persona normal? Cuánto ansiaba poder preocuparse por el IVA, la factura de la luz, el precio de un kilo de tomates o la hernia de la anciana del segundo. De verdad, lo necesitaba. Un trabajo mediocre, queso light en la nevera, una caldera que arreglar, dos hijos normalitos, ni muy listos ni muy tontos. Uno con algún déficit de atención, alguna pijada, algo por lo que poder llevarle al psicopedagogo. Eso estaba de moda. Esas familias modelo, con geranios en el balcón, haciendo terapia conjunta los sábados a mediodía. Podría conocerle a él, médico… o abogado… no, eso está muy visto, necesitamos algo más moderno, Abril, se decía… experto en energías renovables, guau, eso estaría genial, suena muy minimalista, pensaba. Pero allí estaba ella. Decenas de relaciones frustradas más tarde, rodeada de gatos enfermos y un pastel de zanahoria quemándose en el horno. Ella, con su complejidad, rodeada de felinos con patas vendadas y heridas de guerra. Ella, que habría deseado ser la quinta Beatle y chapurrea francés mientras entona una canción de Charles Aznavour. 


lunes, 2 de abril de 2012

Un amor radical.

Los mejores amores son los que nunca empiezan y nunca acaban. Los que aborrecen lo diplomático y las formas. Lejos del amor hipotecado, cordial y solemne, lejos de la convencionalidad y el estilo marcado. Amores que nacen y mueren en un mismo segundo para resucitar detrás de las esquinas, amores del revés, de piel erizada y enternecimiento carnal. Amores de asombrarse y delirio, de fobias y éxtasis. Cólera y cariño, rabia y compasión. Que se mofan del equilibrio y sufren con la frivolidad, desnudos e insensatos. Amor de musa, de tú y de rencor, de frenesí y sin voz. Amores a contraluz, de rascacielos y soledad. Amores tan efímeros que duran siempre, otoño en el adiós y enero en la basura. Amor, sudor y lamento, anarquismo, rutina y pasión. Recuerdan los desvíos, los huesos tras el albornoz. Amores con carisma, tímidos e insurgentes, anónimos. Chiflados de terciopelo, melancólicos aterrados por el deseo matemático. Alarmados por un querer caduco y el compás. El amor de lluvias agridulces y abril revolucionario. Aspirar a un amor azul, bipolar, adicto a la piel. Un amor de verdad, un amor radical.

sábado, 31 de marzo de 2012

(Adiós) Hasta pronto.

La sonrisa de los domingos.
Las calles que sorteamos al andar.
El olor de la lluvia en tu pelo.
El tic-tac de la espera,
las manos ásperas en Febrero.
Las sábanas sucias de amor y madrugada.
El día que quisiste volar en bicicleta,
las historias que inventabas.
Las tardes que pasaste tratando de que fuera menos idiota,
los besos dormidos, tu aliento en mi ropa.
El primer verano contigo,
el primer invierno sin ti.
Las apuestas imposibles,
las paredes que llenamos de momentos,
tu retrato en mi cabeza.
Los cumplidos,
las sonrisas sinceras,
los viajes sin destino.
Los sí.
Los no.
Los te quiero,
Los “no te entiendo”.
Los años, meses, horas
y cada segundo que viviste en mi cabeza,
¿Cómo hacer para no olvidar nunca tus manos,
tu pelo,
tu risa,
tu cuello,
tus días rotos,
tus noches desnudas,
los instantes eternos?
Voy a guardar cada recuerdo de ti.
De tu piel y de tu voz,
de lo primero que dije al conocernos,
de cómo pudiste despedirte.
Voy a vivir cada día tu humor,
tu esencia, tu cuerpo.
Para que, cuando empiece a olvidarte,
pueda sentirte de nuevo.

Amor en sepia.

Dejo caer la deslucida americana sobre el escritorio mientras me precipito sobre un floreado diván que cruje con mi caída y se hunde tenuemente. Los cables se mueven a lo largo del pasillo, formando surcos que se separan y entrelazan, el ruido del ascensor aparece intermitente en el silencio de la estancia. Barcelona es acogedora, deliciosa y a la vez distante, como su gente y un singular acento que no consigo aún apreciar. Cierro los ojos y coloco los pies sobre el reposabrazos. Escucho a Lisa entrar de puntillas, pasando la mano sobre el velador, acercándose, acaricia mi frente mientras retira los sucios zapatos del sofá. Apaga la televisión y desabrocha los primeros botones de mi camisa. Le oigo hablar desde alguna habitación y sonrío instintivamente. Cuando Lisa está cerca los recuerdos de la niñez vuelven inesperadamente. El olor a mojado o el mareo tras dar cientos de vueltas en una montaña rusa, la clorofila ácida entre carantoñas adolescentes o el vértigo frente al acantilado. El momento en que una playa madruga, los saltos cruciales y el roce en la espalda. Solo ella podría permitirme abandonar, por un momento, el frío de las consumidas paredes o el olor a rutina que asciende desde el patio de luces.

 Lisa me encuentra cuando desaparezco y me reconoce cuando no soy. Besa mis párpados e introduce sus manos en mi pecho, tibias, delicadas. Y permanece ahí, pausada, respirando como si anhelase comprobar mi ritmo cardiaco y la aceleración que éste sufre cuando ella se acerca. Invento tramas que no conozco y exhalo cada instante de su presencia, contoneo enérgicamente los brazos para hablarle de búhos con frac o pintura en el cielo y siento como se eriza la carne y hielan los huesos bajo la candente piel. Ella acaricia con calma y aspira mis sollozos. Vuelve el lejano frenesí a colarse entre la vida, el pasado y los   recuerdos, las palabras. Bailan tentación y melancolía en el eco del que fue un amor bizarro. Y al solo palpar los aristas de su boca viajamos inesperadamente a los versos donde nacimos, los lugares se suceden y el calendario huye  avergonzado. Lisa se va arrastrándome los brazos y los besos, dejando los violines sonar cada vez más bajo. Las ciudades y su atmósfera se desploman lentamente y ella me abandona con ternura para dejar despertarme de nuevo entre los muros color garbanzo y el pesaroso retiro. Me sigue donde voy, devora mis pasos y se anticipa. Deja sus huellas en las entrañas y revuelve el corazón, revolotea el cuerpo. Cuando camino se ata a mi cuello, descansa en mi pecho. A veces volamos sobre los lugares en que probamos la gravedad o nos perdemos para después volver sin ella.

¡Llévame al mar, por favor! Canturreaba conmovida para cambiar el rumbo. E iniciar el caos de dos cuerpos añorándose sin espacio o tiempo. Comenzar la lluvia intermitente que recuerda su esencia y empapa años de reencuentros que se acercan al sueño e ilusionan como realidad. Vuelve a colarse de madrugada, cuando tiemblo, cuando lloro, en el frío, en la emoción y el estruendo. Y mientras su cuerpo se funde y no me toca, llueve en la ciudad. Llueve donde partan mis maletas, llueve sobre mi cabeza. Al advertir que se acerca, las emociones que creí muertas se despliegan y su marchito cuerpo cobra vida. Cuando Lisa está me deleito en el pasado, los escenarios respiran de nuevo. Y al suceder esto, volvemos a encarnar las fotografías en blanco y negro que guardamos con melancolía como el recuerdo del flirteo de Abril o el esbozo de una vida.

Cuando vuelve, la piel recobra el nombre y el reloj se suspende. Observamos nuestras cabezas escondidas en la hierba, el latir de la inexperiencia, el ansia de la vida. El amor carnal elevándose por encima del estrépito de las bombas y las décadas idealizadas sobre tintes rosados. Los frutos del querer, las contradicciones de la férrea educación frente a la ternura sin límites. El enfriamiento de los amantes y los años sucediéndose como los inventos en vano. En cada momento en que la pasión se ausentó creció el recuerdo amable de los remotos deseos, la estabilidad se antojaba angustiosa y la huida atemorizaba a quienes pensamos no sabríamos regresar.

En ocasiones vibran sus ojos sobre una tez carcomida, conservan el impulso de los años de éxtasis en que se ahogaban las miradas y las manos se buscaban, caóticas y conquistadas. En cada beso sutil llegamos a los recovecos de los viejos anhelos y evocamos los largos trayectos, las azucenas en el jardín o el espesor de un chocolate caliente. El humo de un cigarro o las palabras que quedaron pendientes en los años treinta. Cuando Lisa despierta soy niño y no anciano, tirito de cariño y nazco de nuevo.

 Y aunque ya no está, me visita y añora, me sigue. Llueve, Lisa vuelve y con ella la calma en la nostalgia. Y cuando creo que no va a volver, mi cabeza recuerda sus pasos y escucho una voz suave que dice: ¡Llévame al mar, por favor!