jueves, 31 de mayo de 2012

Ella.

Se sentó en su anticuado sillón. Su hija mayor había sugerido un centenar de veces la posibilidad de venderlo, su nieto había corroborado aquella decisión, argumentando que conocía una página de internet donde podría sacarle algún dinero extra con el que acompañar la mísera pensión. Pero a ella le gustaba su sillón. Era floreado y tenía las patas de madera apolillada. Desde aquel particular trono vigilaba cada mueble del salón, lleno de recuerdos que el resto deseaba subastar.

Acarició los desgastados reposabrazos y se detuvo a contemplar los marcos de fotos que invadían la consola. En el primero pudo verse a ella, sujetando con fuerza el brazo inmóvil de su marido. Era su cincuenta aniversario. Él llevaba veinte años postrado en la cama del dormitorio contiguo al comedor. Entre sus dos hijos mayores habían conseguido levantarle para vestirle con un traje que uno de ellos había llevado el día de su boda. La esmerada sonrisa de ella contrastaba con la mirada perdida de él. Sobre su pecho, habían colocado una flor blanca, que hacía juego con la sonda que le alimentaba y trataba de desviar la atención del cura, más acostumbrado a bautizos y comuniones en primavera. Le cuidó tanto que se olvidó de vivir. En invierno, solía quedarse dormida en una silla junto a su cama, revisando los pliegues del edredón y vigilando su respiración. Le encendía la radio, bajita, acercándosela a la oreja y creía vislumbrar una sonrisa entrecortada cuando el comentarista gritaba un gol del Real Madrid.

Había ocasiones en que, cuando subía al pequeño patio donde tendía la ropa, solía apoyar los brazos en el pequeño muro que le separaba de la calle. Era entonces cuando perdía la mirada en la nada e intentaba recordar cualquier detalle de los tiempos felices. A veces creía ser tan vieja que aceptaba haber olvidado cualquier pensamiento de entonces. Otras, se sorprendía a sí misma preguntándose si alguna vez llegó a vivir aquella época. Más tarde, bajaba las escaleras con dificultad, agarrándose a una oxidada barandilla metálica. Los peldaños se encontraban desgastados por el paso del tiempo y ella contaba las veces que pudo haberle dicho a su marido que debían cambiarlos. Cada crujir del antiguo metal hacía que se asiera con más fuerza de lo que tuviera cerca en aquel momento. En la oscuridad del patio trasero se descubría bajando temblorosa, abrazada a la escalera, calculando de memoria unos pasos parsimoniosos que podían ocuparle largos espacios de tiempo. No fueron pocas las veces en que alguna vecina cansada de soledad había llamado con insistencia a la puerta. Solían juntar su nariz contra el cristal mientras daban suaves golpes con los nudillos. Pero ella, nuestra pobre anciana, con sus setenta y cuatro kilos de dulzura consumida, no podía más que escuchar el llamar lejano de una estancia de la que le separaba aquella escalera de caracol. Voy, ya voy… se decía a sí misma, hasta acabar llenando de lágrimas los hundidos surcos de sus mejillas.

Sentía la inutilidad en la carne. Se esmeraba por cocinar algún plato que pudiera agradar a los pocos nietos que continuaban visitándola, había contratado a una chica extranjera para que los martes limpiara las esquinas donde ella ya no alcanzaba. Le timaba. Le timaba, aquella chica del norte, y ella lo sabía. Pero, si había algo que le gustaba del segundo día de la semana era poder sentarse en su estimado sillón a contemplar la juventud, la pillería y el comienzo de una vida que, pese a antojarse miserable, le parecía bella al carecer de arrugas. Se había acostumbrado tanto a la soledad que los ruidos cotidianos se volvían extraños cuando salía a caminar. Vestía holgados trajes negros y unos zapatos de pequeño tacón que contaban con más años que personas encontraba en la calle. Y la gente cuchicheaba, comentaba su pelo canoso y su luto eterno. En su ignorancia, paseaba la anciana de sonrisa perenne y ojos tristes.

Se palpa las manos mientras observa como unos vecinos dejan junto al contenedor un viejo sillón. Y decide entonces que no permitirá que el suyo corra la misma suerte, se quedará en él, abrazada a sus baratijas y antigüedades, a sus recuerdos, a la poca vida que pudo sentir y aun le queda. No me levantarán, grita para sus adentros… a no ser que él vuelva, claro, y decida que ha llegado el momento de reparar esa dichosa escalera...


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