jueves, 10 de mayo de 2012

Primera visita.

Mi primera visita al psicoanalista resultó más esperanzadora de lo que esperaba. Hasta los veinte minutos de consulta, aproximadamente, aún podían vislumbrarse en mis ojos los restos de un adoctrinamiento férreo contrario a la doctrina del Psicoanálisis. La consulta era amplia y espaciosa, decorada con más practicidad que estética, con un diván de tela blanquecina al fondo y una caja de pañuelos sobre su reposabrazos. Aquel hombre de mediana edad, que exhibía orgulloso su diploma por la Universidad de la Plata, debía haber sido testigo de las escenas más delirantes y trágicas que pudieran aparecer en los manuales de Psicopatología. Al otro extremo de la sala relucía un moderno ordenador que emitía un sonido reiterante que mezclaba el ruido de agua cayendo con el sonido que emitían los pájaros. Aquella música, cuya finalidad supuse era incitar a la tranquilidad, terminó por exasperarme y hacer que me revolviera en el sillón. Su acento lento y acompasado me inspiraba. Le expliqué que me recreaba en el vacío, en el nihilismo, que no lograba descubrir el sentido de todo. O de nada. Le confié que hasta aquella misma palabra me aterraba. En sus labios leí la comprensión que había ansiado durante un largo tiempo atrás. Le expliqué que concebía mi vida como una guerra sin bombas. Me sorprendí a mí misma empleando metáforas para describir mi vacío y mi angustia. Le hablaba de una muerte, una muerte lejana pero cuyo aliento notaba en mi espalda. Un miedo feroz, mezclado con las ansias del descanso y la armonía que ansiaba. Le hablé de mi educación, de mis colegios exquisitos, mis viajes por Europa y las expectativas marchitas. Le conté todo cuanto pude sobre mi pasión por la escritura, el arte, los libros y me retraté como una intelectual frustrada, ansiando que las dosis de fluoxetina me permitieran concentrarme en una o dos estrofas. Cuánto había sido, le explicaba, toda yo era un ir y venir que miraba la literatura con pasión y bebía de su inteligencia. Me sentía demacrada, cenando pastillas para dormir. El pobre hombre asentía y tomaba notas en un cuaderno que supuse no volvería a abrir nunca. ¿Quién es ese? – Le pregunté, señalando el retrato en sepia de un hombre, que había llamado mi atención nada más entrar. Él me respondió citando un nombre impronunciable y asegurando que aquel hombre se trataba de uno de los mayores exponentes del Psicoanálisis, que le había servido de una gran inspiración profesional y algo que no logré comprender. Yo sonreí y admití: ¡Y yo que iba a decirle que me sorprendía que hubiera aquí un retrato de Benedetti! Él no escondió una sonora carcajada y me miró como si, al final, hubiera encontrado cierto humanismo en la chica que soñaba con la nada. –Hasta el lunes, me dijo. Y su pausado acento argentino se esfumó tras la puerta.

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