sábado, 31 de marzo de 2012

(Adiós) Hasta pronto.

La sonrisa de los domingos.
Las calles que sorteamos al andar.
El olor de la lluvia en tu pelo.
El tic-tac de la espera,
las manos ásperas en Febrero.
Las sábanas sucias de amor y madrugada.
El día que quisiste volar en bicicleta,
las historias que inventabas.
Las tardes que pasaste tratando de que fuera menos idiota,
los besos dormidos, tu aliento en mi ropa.
El primer verano contigo,
el primer invierno sin ti.
Las apuestas imposibles,
las paredes que llenamos de momentos,
tu retrato en mi cabeza.
Los cumplidos,
las sonrisas sinceras,
los viajes sin destino.
Los sí.
Los no.
Los te quiero,
Los “no te entiendo”.
Los años, meses, horas
y cada segundo que viviste en mi cabeza,
¿Cómo hacer para no olvidar nunca tus manos,
tu pelo,
tu risa,
tu cuello,
tus días rotos,
tus noches desnudas,
los instantes eternos?
Voy a guardar cada recuerdo de ti.
De tu piel y de tu voz,
de lo primero que dije al conocernos,
de cómo pudiste despedirte.
Voy a vivir cada día tu humor,
tu esencia, tu cuerpo.
Para que, cuando empiece a olvidarte,
pueda sentirte de nuevo.

Amor en sepia.

Dejo caer la deslucida americana sobre el escritorio mientras me precipito sobre un floreado diván que cruje con mi caída y se hunde tenuemente. Los cables se mueven a lo largo del pasillo, formando surcos que se separan y entrelazan, el ruido del ascensor aparece intermitente en el silencio de la estancia. Barcelona es acogedora, deliciosa y a la vez distante, como su gente y un singular acento que no consigo aún apreciar. Cierro los ojos y coloco los pies sobre el reposabrazos. Escucho a Lisa entrar de puntillas, pasando la mano sobre el velador, acercándose, acaricia mi frente mientras retira los sucios zapatos del sofá. Apaga la televisión y desabrocha los primeros botones de mi camisa. Le oigo hablar desde alguna habitación y sonrío instintivamente. Cuando Lisa está cerca los recuerdos de la niñez vuelven inesperadamente. El olor a mojado o el mareo tras dar cientos de vueltas en una montaña rusa, la clorofila ácida entre carantoñas adolescentes o el vértigo frente al acantilado. El momento en que una playa madruga, los saltos cruciales y el roce en la espalda. Solo ella podría permitirme abandonar, por un momento, el frío de las consumidas paredes o el olor a rutina que asciende desde el patio de luces.

 Lisa me encuentra cuando desaparezco y me reconoce cuando no soy. Besa mis párpados e introduce sus manos en mi pecho, tibias, delicadas. Y permanece ahí, pausada, respirando como si anhelase comprobar mi ritmo cardiaco y la aceleración que éste sufre cuando ella se acerca. Invento tramas que no conozco y exhalo cada instante de su presencia, contoneo enérgicamente los brazos para hablarle de búhos con frac o pintura en el cielo y siento como se eriza la carne y hielan los huesos bajo la candente piel. Ella acaricia con calma y aspira mis sollozos. Vuelve el lejano frenesí a colarse entre la vida, el pasado y los   recuerdos, las palabras. Bailan tentación y melancolía en el eco del que fue un amor bizarro. Y al solo palpar los aristas de su boca viajamos inesperadamente a los versos donde nacimos, los lugares se suceden y el calendario huye  avergonzado. Lisa se va arrastrándome los brazos y los besos, dejando los violines sonar cada vez más bajo. Las ciudades y su atmósfera se desploman lentamente y ella me abandona con ternura para dejar despertarme de nuevo entre los muros color garbanzo y el pesaroso retiro. Me sigue donde voy, devora mis pasos y se anticipa. Deja sus huellas en las entrañas y revuelve el corazón, revolotea el cuerpo. Cuando camino se ata a mi cuello, descansa en mi pecho. A veces volamos sobre los lugares en que probamos la gravedad o nos perdemos para después volver sin ella.

¡Llévame al mar, por favor! Canturreaba conmovida para cambiar el rumbo. E iniciar el caos de dos cuerpos añorándose sin espacio o tiempo. Comenzar la lluvia intermitente que recuerda su esencia y empapa años de reencuentros que se acercan al sueño e ilusionan como realidad. Vuelve a colarse de madrugada, cuando tiemblo, cuando lloro, en el frío, en la emoción y el estruendo. Y mientras su cuerpo se funde y no me toca, llueve en la ciudad. Llueve donde partan mis maletas, llueve sobre mi cabeza. Al advertir que se acerca, las emociones que creí muertas se despliegan y su marchito cuerpo cobra vida. Cuando Lisa está me deleito en el pasado, los escenarios respiran de nuevo. Y al suceder esto, volvemos a encarnar las fotografías en blanco y negro que guardamos con melancolía como el recuerdo del flirteo de Abril o el esbozo de una vida.

Cuando vuelve, la piel recobra el nombre y el reloj se suspende. Observamos nuestras cabezas escondidas en la hierba, el latir de la inexperiencia, el ansia de la vida. El amor carnal elevándose por encima del estrépito de las bombas y las décadas idealizadas sobre tintes rosados. Los frutos del querer, las contradicciones de la férrea educación frente a la ternura sin límites. El enfriamiento de los amantes y los años sucediéndose como los inventos en vano. En cada momento en que la pasión se ausentó creció el recuerdo amable de los remotos deseos, la estabilidad se antojaba angustiosa y la huida atemorizaba a quienes pensamos no sabríamos regresar.

En ocasiones vibran sus ojos sobre una tez carcomida, conservan el impulso de los años de éxtasis en que se ahogaban las miradas y las manos se buscaban, caóticas y conquistadas. En cada beso sutil llegamos a los recovecos de los viejos anhelos y evocamos los largos trayectos, las azucenas en el jardín o el espesor de un chocolate caliente. El humo de un cigarro o las palabras que quedaron pendientes en los años treinta. Cuando Lisa despierta soy niño y no anciano, tirito de cariño y nazco de nuevo.

 Y aunque ya no está, me visita y añora, me sigue. Llueve, Lisa vuelve y con ella la calma en la nostalgia. Y cuando creo que no va a volver, mi cabeza recuerda sus pasos y escucho una voz suave que dice: ¡Llévame al mar, por favor!