miércoles, 22 de septiembre de 2010

El columpio, capítulo tres. Extracto.


Recuerdo un profesor de instituto, de literatura. Solía admitir que la inutilidad de su asignatura, la falta de pragmatismo en su contenido y las pocas salidas que esta ofertaba era justamente lo que la hacían tan bella. Un día dibujó un columpio en la pizarra. Bien, dijo, esto, es la vida. Observamos perplejos. Continuó explicando que caemos en el error de pensar que somos el motor de la nuestra, pues es quien empuja el mecanismo al que debemos agradecer que el movimiento siga. Habló de las caídas y de cómo las pequeñas piedrecitas se clavaban en las rodillas, según aquel hombre, los niños eran más tontos desde que se instalaban los suelos de caucho en los parques infantiles. Nos levantábamos y caíamos hasta ensuciar el camal de los pantalones y, cuando acababa la infancia, lográbamos situarnos de pie en el neumático y tratábamos de dar una vuelta completa. La vida era ser empujado hasta que se tenía edad para empujar

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