Se sentó en su anticuado sillón. Su hija mayor había sugerido un centenar de veces la posibilidad de venderlo, su nieto había corroborado aquella decisión, argumentando que conocía una página de internet donde podría sacarle algún dinero extra con el que acompañar la mísera pensión. Pero a ella le gustaba su sillón. Era floreado y tenía las patas de madera apolillada. Desde aquel particular trono vigilaba cada mueble del salón, lleno de recuerdos que el resto deseaba subastar.
Acarició los desgastados reposabrazos y se detuvo a contemplar los marcos de fotos que invadían la consola. En el primero pudo verse a ella, sujetando con fuerza el brazo inmóvil de su marido. Era su cincuenta aniversario. Él llevaba veinte años postrado en la cama del dormitorio contiguo al comedor. Entre sus dos hijos mayores habían conseguido levantarle para vestirle con un traje que uno de ellos había llevado el día de su boda. La esmerada sonrisa de ella contrastaba con la mirada perdida de él. Sobre su pecho, habían colocado una flor blanca, que hacía juego con la sonda que le alimentaba y trataba de desviar la atención del cura, más acostumbrado a bautizos y comuniones en primavera. Le cuidó tanto que se olvidó de vivir. En invierno, solía quedarse dormida en una silla junto a su cama, revisando los pliegues del edredón y vigilando su respiración. Le encendía la radio, bajita, acercándosela a la oreja y creía vislumbrar una sonrisa entrecortada cuando el comentarista gritaba un gol del Real Madrid.
Había ocasiones en que, cuando subía al pequeño patio donde tendía la ropa, solía apoyar los brazos en el pequeño muro que le separaba de la calle. Era entonces cuando perdía la mirada en la nada e intentaba recordar cualquier detalle de los tiempos felices. A veces creía ser tan vieja que aceptaba haber olvidado cualquier pensamiento de entonces. Otras, se sorprendía a sí misma preguntándose si alguna vez llegó a vivir aquella época. Más tarde, bajaba las escaleras con dificultad, agarrándose a una oxidada barandilla metálica. Los peldaños se encontraban desgastados por el paso del tiempo y ella contaba las veces que pudo haberle dicho a su marido que debían cambiarlos. Cada crujir del antiguo metal hacía que se asiera con más fuerza de lo que tuviera cerca en aquel momento. En la oscuridad del patio trasero se descubría bajando temblorosa, abrazada a la escalera, calculando de memoria unos pasos parsimoniosos que podían ocuparle largos espacios de tiempo. No fueron pocas las veces en que alguna vecina cansada de soledad había llamado con insistencia a la puerta. Solían juntar su nariz contra el cristal mientras daban suaves golpes con los nudillos. Pero ella, nuestra pobre anciana, con sus setenta y cuatro kilos de dulzura consumida, no podía más que escuchar el llamar lejano de una estancia de la que le separaba aquella escalera de caracol. Voy, ya voy… se decía a sí misma, hasta acabar llenando de lágrimas los hundidos surcos de sus mejillas.
Sentía la inutilidad en la carne. Se esmeraba por cocinar algún plato que pudiera agradar a los pocos nietos que continuaban visitándola, había contratado a una chica extranjera para que los martes limpiara las esquinas donde ella ya no alcanzaba. Le timaba. Le timaba, aquella chica del norte, y ella lo sabía. Pero, si había algo que le gustaba del segundo día de la semana era poder sentarse en su estimado sillón a contemplar la juventud, la pillería y el comienzo de una vida que, pese a antojarse miserable, le parecía bella al carecer de arrugas. Se había acostumbrado tanto a la soledad que los ruidos cotidianos se volvían extraños cuando salía a caminar. Vestía holgados trajes negros y unos zapatos de pequeño tacón que contaban con más años que personas encontraba en la calle. Y la gente cuchicheaba, comentaba su pelo canoso y su luto eterno. En su ignorancia, paseaba la anciana de sonrisa perenne y ojos tristes.
Se palpa las manos mientras observa como unos vecinos dejan junto al contenedor un viejo sillón. Y decide entonces que no permitirá que el suyo corra la misma suerte, se quedará en él, abrazada a sus baratijas y antigüedades, a sus recuerdos, a la poca vida que pudo sentir y aun le queda. No me levantarán, grita para sus adentros… a no ser que él vuelva, claro, y decida que ha llegado el momento de reparar esa dichosa escalera...
jueves, 31 de mayo de 2012
jueves, 10 de mayo de 2012
Primera visita.
Mi primera visita al psicoanalista resultó más esperanzadora de lo que esperaba. Hasta los veinte minutos de consulta, aproximadamente, aún podían vislumbrarse en mis ojos los restos de un adoctrinamiento férreo contrario a la doctrina del Psicoanálisis. La consulta era amplia y espaciosa, decorada con más practicidad que estética, con un diván de tela blanquecina al fondo y una caja de pañuelos sobre su reposabrazos. Aquel hombre de mediana edad, que exhibía orgulloso su diploma por la Universidad de la Plata, debía haber sido testigo de las escenas más delirantes y trágicas que pudieran aparecer en los manuales de Psicopatología. Al otro extremo de la sala relucía un moderno ordenador que emitía un sonido reiterante que mezclaba el ruido de agua cayendo con el sonido que emitían los pájaros. Aquella música, cuya finalidad supuse era incitar a la tranquilidad, terminó por exasperarme y hacer que me revolviera en el sillón. Su acento lento y acompasado me inspiraba. Le expliqué que me recreaba en el vacío, en el nihilismo, que no lograba descubrir el sentido de todo. O de nada. Le confié que hasta aquella misma palabra me aterraba. En sus labios leí la comprensión que había ansiado durante un largo tiempo atrás. Le expliqué que concebía mi vida como una guerra sin bombas. Me sorprendí a mí misma empleando metáforas para describir mi vacío y mi angustia. Le hablaba de una muerte, una muerte lejana pero cuyo aliento notaba en mi espalda. Un miedo feroz, mezclado con las ansias del descanso y la armonía que ansiaba. Le hablé de mi educación, de mis colegios exquisitos, mis viajes por Europa y las expectativas marchitas. Le conté todo cuanto pude sobre mi pasión por la escritura, el arte, los libros y me retraté como una intelectual frustrada, ansiando que las dosis de fluoxetina me permitieran concentrarme en una o dos estrofas. Cuánto había sido, le explicaba, toda yo era un ir y venir que miraba la literatura con pasión y bebía de su inteligencia. Me sentía demacrada, cenando pastillas para dormir. El pobre hombre asentía y tomaba notas en un cuaderno que supuse no volvería a abrir nunca. ¿Quién es ese? – Le pregunté, señalando el retrato en sepia de un hombre, que había llamado mi atención nada más entrar. Él me respondió citando un nombre impronunciable y asegurando que aquel hombre se trataba de uno de los mayores exponentes del Psicoanálisis, que le había servido de una gran inspiración profesional y algo que no logré comprender. Yo sonreí y admití: ¡Y yo que iba a decirle que me sorprendía que hubiera aquí un retrato de Benedetti! Él no escondió una sonora carcajada y me miró como si, al final, hubiera encontrado cierto humanismo en la chica que soñaba con la nada. –Hasta el lunes, me dijo. Y su pausado acento argentino se esfumó tras la puerta.
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